Comemos juntas como cada día (qué bendición), pero hoy
quisiste una hamburguesa. Te dije que sí, que tenemos permiso por ser 20 de
agosto, es decir, porque sí. La que quieras, te dije. Te observé batir con
aderezos tus mejillas y tus manos que aún son pequeñas. Y reí y te limpié con
cuidado para que no le estorbara la mayonesa al sabor de la cátsup. Me dijiste
que ya debería estar regañándote. Acostumbrada como estás a mis pretensiones de
enseñarte siempre las maneras correctas, pero no lo hice. No, porque podrían
ser los últimos días de esa inocencia genuina, así sin falso pudor; porque
presiento que “lo que sigue” ya está a la vuelta de la esquina; porque ya me
creciste más arriba del hombro y hasta me ayudas a cambiar un foco que yo no
alcanzo, porque ha sido muy rápido todo y no me di cuenta de que dejaron de
gustarte los colores pastel, porque ya comienzo a extrañar a la pequeña que
vive sin simulacros de adulta, la que enloquece con burbujas de jabón. Supongo
que la niña se va un poco cada día y pienso atesorar cada uno de sus destellos
mientras me dejo asombrar ante la jovencita que ya se asoma tras las últimas ventanitas
de tu sonrisa de diez años.
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