Estas inmóvil en tu cuarto a obscuras. ¿No sientes frío? Tu cabello no es blanco ni estás encorvada y pequeña. Eres la misma que conozco desde que aprendí a llamarte mamá sabiendo que eras mi abuela. Abuela eterna, abuela que podía abrir cualquier frasco, curar cualquier dolor con un té, abuela que conoce el nombre de cada planta que crece sobre la tierra y también de cada persona que cruza por el camino y te saluda porque también te conoce; abuela que sabe si lloverá, si hará tanto frío que el pasto habrá de amanecer blanco o si las ranas están llamando a la lluvia después del calor intenso, abuela que sabe qué se dicen los gallos cuando cantan, qué sienten los perros cuando aúllan, abuela que conoce el lenguaje de las campanas, y traduce el vuelo de las golondrinas, que sabe el mapa de los cerros porque los recorrió de niña, y el del cielo porque lo sigue explorando cuando juega a adivinar el tiempo; abuela recia, erguida, que ocultas las arrugas bajo la piel gruesa y morena de tus manos y tu carita de años. Me parece que tus ojos nuevos me miran más claro ahora que cuando era niña.
Ahora me acerco, no te siento respirar y te abrazo. Hace tiempo que te abrazo como se abraza a un niño querido pero no buscando tu protección, abuela. ¿Te acuerdas de cuándo me defendías de mi madre, de mis tías o de otros niños? ¿Te acuerdas cuando tú sabías siempre a qué camión subir o dónde encontrarme si me escondía? Todo el mundo podía aprenderse leyéndote, abuela. Tu sabías todas las historias y lo que había pasado antes de que todo estuviera y me enseñaste a Dios sin llevarme a una iglesia con rigor. Me contaste de brujas, presidentes, guerrilleros, santos y familiares que no conocí. Lo sabías todo y lo podías todo y fui tu hija sin serlo, la pequeñita, la que presumías a las comadres en el mercado, la consentida, a la que peinabas largo tiempo por acariciarme el cabello, bañabas en tinas con hierbas y enseñabas a bordar ¿Cuándo comenzamos a tratarte a ti como a una niña?, ¿cuándo comenzaste a sentir miedo en la calle y de los extraños?
Yo a veces vuelvo del trabajo y no te cuento que la ciudad es más grande, que ahora hay un tren, un metrobús, un segundo piso, una avenida nueva, que han derrumbado ese edificio y en su lugar hay otro y tú me preguntas si paso por tal o cual lugar que ya no es como tú lo recuerdas pero yo te digo que sí, que todo va igual abuela, que tú aún conoces el mundo, que tú aún me proteges. Que yo aún me colgaría de tu mano para ir a los mercados, los panteones y las catedrales.
Ahora en tu cama, me abrazo a ti como se abraza a un árbol, me siento pequeña y tranquila, me sé tu olor abuela, ese que está en todos los chalecos y los rebozos que usas y que a veces tomo prestados porque nada me abriga mejor. ¿Porqué nunca me abrazas abuela?, ¿es porque crecí? ¿es porque me hice mujer? Es porque crees que necesito ser “fuerte”, nunca llorar, nunca necesitar protección. Nada de blandeces abuela, pero yo cierro los ojos y ahí estás meciéndome en tus piernas, abrazándome, contándome de cuando tú eras niña y dices que soy tu pedacito de carne.
Abuela, ahora sólo estás dormida, ahora te cansas y ya no esperas hasta que todos lleguen a casa pero mañana cuando estés despierta y vea tus ojitos brillantes y no dejes que te abrace fuerte como ahora lo hago, volverás a cuidar de mí y ahora también de la Guerrera cuando yo no estoy, aunque ella no se deje cuidar ni abrazar ni contar historias. Mañana estarás… ¿estarás?
Con el ojo Remi en mitad de la ofcina, con mis historias nuevas y llenas de risa y ciencia ficción que me he contado para olvidarme de ese dolor grande, de ese buscar ese olor en el sweter de mi abuela tras un año de haberse ido, tampoco me abrazaba, pero me daba igual con un olor y una palabra me bastaban, no sabemos cuánto dura la gente en nuestras vidas, ni nosotros cuanto permanecemos en la memoria de la gente, pero llenate de su olor y de la luz de sus ojos, para que así, siempre la tengas a tu lado.
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